El Camino de Eva
Autor: Pablo Lespi
(Primer premio certamen IntraMed)
Fecha: 29 de octubre, 2023
Adán vivió novecientos treinta años;
Set, hijo de Adán, novecientos doce;
Enós, hijo de Set, novecientos cinco…
Yo soy un científico. Viví mucho más de lo necesario. Tengo miedo de que mi salud o mi memoria se debiliten y me impidan develar con claridad los detalles de una sorprendente historia de la que alguna vez fui parte. Llegó el momento de contar mi verdad.
Todo empezó durante la cursada de mi segundo año de medicina en la universidad de Baylor. Una tarde, al salir de clase, por error o por fortuna escuché la palabra «apoptosis». Pensé que se trataba de alguna forma de hipnotismo o de locura, me sonaba a “psicosis”. Acaso lo era porque siguió fija esa palabra en mi cabeza y al terminar los estudios decidí consagrarme a la investigación. Me sugirieron que hablara con el doctor Segura, un biólogo prestigioso y poco sociable. Fui hasta su laboratorio —sitio por demás intrigante al cual pocos tenían acceso— ubicado en el último piso de la facultad.
Después de subir interminables escaleras y de atravesar varias puertas di con aquel sujeto de ojos azules quizá mayor que mi padre. Me atendió en la puerta. Supe de inmediato que el anciano era el doctor Segura: llevaba bordado el apellido en la chaqueta. Durante la breve introducción le expliqué que necesitaba un tutor. Aunque me miró con desconfianza y preguntó insistentemente si venía yo recomendado por alguien —creo que también nombró a Richmon—, no dudé en hablarle del tema de mi tesis.
Tal vez escuchó mal porque sin dudarlo repitió «A-pop-to-sis» como si yo hubiera deshonrado el término. Miró el reloj y me dijo:
—Che, mejor vení mañana, hoy estoy complicado.
Volví por la mañana. Golpeé, pero nadie atendió; entonces entré. El lugar era estrecho, caótico, inquietante. Altas paredes revestidas por azulejos parecían a la vez sacras y profanas, como si estuvieran a medio camino entre capilla y baño público. Vi una mesada oscura que ocupaba el centro, cubierta de frascos. Mecheros encendidos, libros y revistas completaban la escena. Más allá, sobre el vidrio esmerilado de una puerta, leí: DESPACHO. El doctor Segura estaría trabajando ahí y no se percató de mi llegada. Me acerqué a una de las bibliotecas y no tardé en descubrir un raro volumen. Se trataba de la Biblia, una Biblia manuscrita. Me acuerdo de mi sorpresa no sólo por la antigüedad que ostentaba tal reliquia, sino porque tenía el prejuicio de que la religión y la ciencia eran incompatibles.
—Es una buena copia —dijo el doctor Segura brotando de su despacho—, del siglo V.
Rodeó el escritorio, tomó un papel y quiso oír mi nombre. Entre tanto lo escribía preguntó:
—Vos, pibe, ¿sabés qué es la apoptosis?
—Una forma de muerte celular —dije—. Ocurre en todos los seres vivos, quizás a causa del envejecimiento.
—Bla, bla, bla. Hace años que estudio eso. ¿No te parece un tema de mierda para una tesis? Buscate otra cosa. No vas a querer perder tu…
—¡No! No creo que sea una pérdida de tiempo. Tengo ciertas ideas originales que me gustaría desarrollar.
—Así que tenés «ideas originales». Mirá vos. Pero, ¿son tan originales? ¿Cómo sabés? El doctor Hunter también se la creyó. ¿Te suena?
Muy sonriente cortó un trozo de papel, formó con los dedos una pequeña esfera y la apoyó sobre el escritorio. Yo nunca había oído hablar de ningún Hunter.
—El doctor John Hunter, pibe, era un cirujano escocés de aquellos. Se le ocurrió estudiar la gonorrea y se metió pus de un enfermo en su propio amigo —y se señaló la entrepierna—. Anotó todo en un diario, pero nunca se dio cuenta de que también se había agarrado sífilis. Sus descripciones son una crónica de esa enfermedad. Murió por eso —y lanzó la bolita con el dedo, haciéndola rebotar por todo el escritorio hasta perderse detrás mío.
Me quedé helado.
—Ideas originales, las pelotas —dijo, y armó otra bolita—. La historia está llena de ellas. Me acuerdo de ese otro genio: el doctor Fülmann. Creía que el yogur prolongaba la vida. Se inyectó una generosa dosis en el antebrazo y a los pocos minutos murió a causa de embolismo pulmonar—. Tiró otra bolita que me dio en el pecho
—Dos a cero —anunció.
Lo miré intentando no ponerme colorado ni decir estupideces; solo estuve atento a sus movimientos. No quería que me sacara un ojo.
—La mente de un científico —agregó— es un quilombo. Está llena de pavadas que solo él considera geniales. Se babea todo mostrándolas hasta que se pone a experimentar. Y muchas veces lo único que demuestra es que es un charlatán o un loco.
Me pregunté a qué categoría pertenecía el doctor Segura.
—La facultad hierve de gente rara —aseguró—. Tenés que cuidarte de todos, especialmente de Peter Richmon.
Se refería al tipo alto con sombrero que andaba medio chueco por una lesión de guerra. Segura decía que ese sujeto le había robado varias ideas para el Nobel.
De inmediato se levantó y agarró la Biblia. Puso sobre ella otros dos libros, desencajó algunas fotocopias de una pila de papeles y dijo:
—Acá tenés material para que entiendas un poco más de lo que hablamos. Nos vemos la semana que viene.
Agarré todo y me fui.
En las escaleras, en la calle, camino a casa, tuve la extraña certeza de haber elegido al hombre equivocado. El doctor Segura no honraba su apellido: parecía inseguro hasta de su propia existencia. Yo siempre recibí dogmas de parte de mis maestros, verdades irrefutables que aceptaba sin discutir nada quizá por respeto o timidez. Pero, ¿respetar a Segura? Ese tipo no estaba bien de la cabeza.
Intensa y trabajosa lectura la de aquellos días; por momentos, también desalentadora. El material que me había dado Segura parecía expresamente seleccionado para confundirme. Nunca había leído la Biblia ni soy creyente, pero reconozco que la concepción creacionista me resultó cómoda desde los primeros párrafos. Encontré similitudes entre la irreverencia de Eva y la de los científicos. «La mujer vio que el árbol era bueno para comer, que era atractivo a la vista y que era árbol codiciable para alcanzar sabiduría…» (Génesis 3:6). Entendí que Eva, al pretender el conocimiento, había tratado de rivalizar con Dios.
Casi al terminar la semana organicé los objetivos para la introducción de mi tesis y volví al laboratorio. El doctor Segura señaló ciertos detalles administrativos. Completamos varios formularios, y después me instó a que desarrollara mis ideas sobre una pizarra. Al borde del escritorio me esperaba una artillería de bolitas. No sé si fueron cinco o seis las que él disparó antes de cortar abruptamente mi discurso.
—Voy a ser tu tutor —dijo—, pero a cambio te pido que me ayudes con un experimento.
Me sentí honrado, aunque rápidamente desconfié: ¿para qué quería un asistente inexperto?
Durante las mañanas concurría a la biblioteca y recopilaba escritos, y por las tardes ayudaba al doctor Segura. Unos dos meses me ocupé de esas tareas lo mejor que pude, y no parecía avanzar en ninguna.
Un día ocurrió algo de lo más extraño. Él apareció en el laboratorio con una pequeña red y dijo:
—¡Che, a la tarde vamos a ir a cazar mariposas!
Quedé desconcertado.
—No me mires así —agregó—: es parte de la investigación.
Fuimos hasta el Botánico. Cómo olvidarme de los movimientos vacilantes del anciano. Sin mí nunca hubiera atrapado ninguna. Cazamos sesenta y seis mariposas que metimos en una caja transparente. Volvimos al atardecer. Me fui sin hacer preguntas —hubiera hecho demasiadas—, total, si había algo raro, ya me iba a enterar. Como las mariposas mueren a los tres días, si debían hacerse pruebas, se harían pronto.
Al otro día llegué bien temprano. El doctor había trabajado toda la noche, pero se lo veía muy activo.
—Dale, apurate —dijo observando a contraluz un tubo de vidrio—, tenemos poco tiempo. Hay que administrarle una gota de esto a cada bicho.
Así lo hicimos. Completamos el trabajo en dos horas. Después nos mantuvimos atentos a los posibles cambios. Veintidós mariposas dejaron de moverse a los pocos minutos: para mí estaban muertas. Dos de ellas tuvieron un período de excitación muy particular en el que realizaron desplazamientos simétricos, como si intentaran dibujar en el aire una doble hélice. Las cuarenta y cuatro restantes siguieron aleteando por más de una hora, pero al final también cayeron. Yo pensé que todo había sido un fracaso.
—¡Fantástico! —dijo el doctor Segura—. Lo sabía, lo sabía.
—¿Se trata de un veneno? —dije.
Él ni me miró. Sólo se concentraba en los cuerpos que cubrían el piso de la caja y no anticipaba nada.
Pasaron los minutos. Segura examinaba sus escritos, hacía cálculos, consultaba el reloj; y otra vez se fijaba en las mariposas como si esperara que aparecieran ciertos cambios.
—La puta madre, vamos… —dijo entre dientes.
A la media hora, una mariposa marrón de manchas rojas movió un ala. Después sufrió una especie de vibración, y al rato se paró y aleteó hasta levantar vuelo. El mismo proceso se repitió con otras. El rostro del doctor Segura fue estirándose en una amplia sonrisa.
Tan intenso y desordenado era el presente que no me permitía razonar. Supuse que esa sustancia era un anestésico o un sedante. Sólo siete mariposas revivieron. Aun así, el doctor afirmaba que todo había sido un éxito.
—La humanidad nunca va a olvidar este día —dijo.
Cargamos los datos en una planilla. Segura me advirtió que no dijera una palabra de lo que había visto. Esa prevención me hizo titubear: él no parecía saber cuáles serían los resultados de su investigación, pero, por si acaso, me recomendaba guardar silencio.
—Si ese tipo se entera —enfatizó—, estamos fritos.
Una tarde, volviendo de la biblioteca, al pie de las escaleras del segundo nivel me crucé con Peter Richmon. Al notar mi presencia se detuvo como si le faltara el aire. Entendí que no era casual que él estuviese allí: un hombre cojo y de su edad debía haber hecho un gran esfuerzo para llegar hasta ese piso.
Agitado, pero con buena voz, preguntó:
—¿Sos vos el asistente de mi querido amigo Segura?
Respondí afirmativamente, apuré el paso y continué subiendo.
—Mandale mis saludos —gritó—, no te olvides. ¡Ah, decile, además, que voy a ir a verlo cuando me invite!
Al entrar en el laboratorio le comenté al doctor de aquella charla. Muy exaltado, primero dudó de mis palabras y cambió de tema. Fue al rato que empezó a insultar.
—¡A ese sorete sólo lo invitaría para matarlo!
Al cabo de una semana las siete mariposas continuaban intactas. Cada revoloteo dentro de la caja enloquecía al doctor quien corría a verificar si continuaban vivas y sanas. Todas las mañanas él traía capullos y hojas frescas dentro de su abrigo: lucía tan sonriente —es como si lo estuviese viendo.
—¿Cuánto tiempo van a vivir? —pregunté mientras él las alimentaba.
—Si mis deducciones son correctas, in perpetuum.
—¿Cómo? —pensé en voz alta.
Él argumentó que las mariposas ya habían duplicado el promedio de sus vidas y que seguirían haciéndolo. Después señaló un tubo que contenía restos de la sustancia.
—La Aptina —sentenció— es capaz de interrumpir el envejecimiento y de retrasar la muerte.
Quedé perplejo. Aunque en ese momento yo desconocía los alcances del descubrimiento, presentí graves consecuencias. Él se puso a escribir con apuro unas notas, y yo me detuve a observar las mariposas. No sé por qué, pero tuve ganas de que les ocurriera lo peor.
—¿Para qué querríamos mariposas eternas? —dije.
—No es algo que tengamos que responder nosotros —contestó con arrogancia—. Acordate, pibe, que somos científicos.
Entonces, un poco contrariado, se fue a su despacho. En ese momento descubrí la codicia en él, y entendí que transitaba por el camino de Eva.
Durante los siguientes ocho meses mi tesis fue tomando forma. Bien digo: únicamente forma. Empecé a entender que mi tutor había acertado al referirse a la apoptosis como un tema de mierda. Los argumentos de mi trabajo eran sólidos, decentes, pero a pesar de todo los esfuerzos resultaban conceptualmente erróneos. Sumado a esto, el doctor Segura me prestaba muy poca atención: se había dedicado por completo a purificar suficiente Aptina para continuar con la segunda fase de la investigación, ahora en animales vertebrados.
Después de varios desencuentros, quedamos por fin en reunirnos una tarde para ajustar los últimos detalles. Me recibió en su despacho. Vi sobre el escritorio la caja y las mariposas tan frescas como el primer día. Le presenté mis escritos. Mientras los corregía lo noté disperso, más de lo habitual. Traté de dialogar, pero fue inútil: mis palabras no llegaban hasta el impreciso punto en que se hallaba su mente. Él revisaba mis notas (leía siempre la misma hoja) y yo esperaba en silencio.
Al rato me ofreció un café. No entendí en ese momento por qué lo hizo. A pesar de que me sorprendió la invitación, acepté. Fue hasta su despacho y volvió con una sola taza. Y cuando estaba dándole el último sorbo me dijo que necesitaba un voluntario.
—¿Un voluntario?
—Sí. Alguien que se tome un poco de Aptina sin demasiadas vueltas. Esto debe seguir en absoluto secreto, no quiero que se entere nadie. Ya llegará el momento de…
Entonces me concentré en la pequeña taza de loza que sostenía mi mano. Al ver la borra imaginé lo que hasta ese momento parecía imposible: el doctor podía haberme engañado. Revisé el sabor de mi boca y descubrí un regusto metálico que me angustió todavía más. ¿Había sido envenenado con Aptina? Mientras trataba de serenarme pensé en Dios. Repito que no soy creyente, pero pensé en Dios y después vaya a saber qué cosas dije hasta que todo se volvió oscuro.
—¿Estás bien, pibe? —oí la voz lejana del doctor Segura.
Yo seguía obnubilado, pero no estaba convencido de que se tratara de un fármaco: la confusión parecía emocional. Él me miraba como antes había observado a las mariposas. Esperaría quizás algún cambio. Al rato, sus palabras se volvieron imperativas:
—No podés irte así. Quedate acá a pasar la noche, por favor.
Me llevé las manos a la cabeza como si no pudiera contener el caos que se desataba dentro. Ignorando sus súplicas fui recogiendo mis papeles. Cada paso hacia la salida me costaba un esfuerzo enorme. Finalmente crucé el umbral del laboratorio decidido a no volver nunca más.
Y así pasaron los más extraños días de mi vida, días en que no salía de casa. Los pensamientos giraban en un vertiginoso carrusel emocional que oscilaba entre la risa histérica y el vacío abrumador. Pero en medio de este desconcierto, mi corazón mantenía una certeza inquebrantable: la propuesta del doctor Segura era más que descabellada, era el ominoso preludio de algo siniestro.
Una semana después recibí un llamado. Él se disculpó por lo sucedido y me preguntó cómo andaba mi salud. Dijo que no era su intención presionarme, pero necesitaba una respuesta. Le dije que en cualquier momento pasaría a anunciarle mi decisión y colgué. En realidad mi decisión ya estaba tomada: rechazaría la oferta.
Nunca sonó con tanta insistencia el teléfono como en ese tiempo. A principios de la otra semana, extrañamente, dejó de hacerlo. Fue en especial una tarde, la segunda después de que cesaron los llamados, cuando tuve una premonición: imaginé que, al no contar con un voluntario, el doctor Segura podía administrarse él mismo la Aptina poniendo en riesgo su vida.
Volví al laboratorio. Lo encontré en un estado de orden que rayaba en lo inquietante, como si el lugar hubiera sido preparado para alguna ceremonia macabra. Quizá por curiosidad empujé la puerta del oscuro despacho del doctor y entré. Sobre el escritorio había dos tazas vacías. Una sombra llamó mi atención. Encendí la luz. Detrás de una silla, tendido en el suelo, inmóvil y con los ojos muy abiertos, había un hombre: Richmon. Nada parecía funcionar en él. Examiné su pulso y comencé con las maniobras de resucitación. Todo era inútil. Tomé el teléfono. Mientras discaba vi un frasco de Aptina. Eso me inmovilizó. Sin dudas Richmon había probado la sustancia. Pero… ¿por qué? No pude articular una sola palabra. La operadora me gritaba del otro lado de la línea. Quedé paralizado unos segundos hasta que colgué sin decir nada.
Encontré un trozo de papel cerca del escritorio:
«Richmon,
Ha llegado el momento de dejar de lado nuestras diferencias. Usted es un ser ambicioso e inteligente, todo un científico, y creo que no rechazará cierta proposición. El arte es largo; la vida, breve. Lo espero esta tarde en mi despacho.
Segura»
El papel temblaba en mi mano. ¿Qué oscuro pacto se había forjado en ese laboratorio? ¿Qué abominable experimento había unido a estos dos hombres en un destino tan trágico? No tenía respuestas, solo un profundo y abrumador sentido del horror.
El cuerpo tibio aún y las extremidades fláccidas me llevaron a calcular que la muerte se había producido durante la última hora. No quise moverlo. Lo cubrí con un abrigo. Clínicamente estaba muerto, pero yo no me convencía. Pensé que podía continuar con vida aunque en estado de trance, como sucede en ese extraño fenómeno desacreditado por algunos que es la catalepsia. Yo había visto regresar de la muerte a siete mariposas.
Sabía que era posible, aunque poco probable.
—Richmon —le dije al oído—, ¿me escucha?
Nada en él respondió. Con desesperación busqué las notas de Segura. Revisé las dosis, los efectos no deseados y los efectos colaterales.
—¡Qué hizo, doctor, qué hizo! —dije mientras alumbraba las pupilas no reactivas del muerto.
De pronto me pareció ver un movimiento irregular de los brazos, algo parecido a los temblores que se producen antes de conciliar el sueño profundo. Empecé a presionar el pecho de Richmon. Los movimientos se volvieron más violentos y se extendieron hacia las piernas en intensas convulsiones. Cuando pensé que se iba a mover, que estaba a punto de reaccionar, toda actividad en su organismo cesó. Con la boca abierta y la lengua afuera Richmon estaba más muerto que antes. Agarré el frasco con Aptina. En un acto desesperado le sostuve la cabeza por la nuca y traté de que bebiera. Pero el líquido entraba e inmediatamente se escurría por las comisuras. También probé de inyectar la sustancia: se formaron nódulos que no se disolvían debajo de la piel. Richmon no tenía circulación sanguínea; por lo tanto, su corazón ya no funcionaba: esto era incuestionable.
Apilé rápidamente todos los escritos, cada nota de la investigación, y los preparé para llevarlos conmigo. Revisé la heladera y volqué el contenido de los frascos en el inodoro. Guardé los papeles y los recipientes en un portafolio. Mas tarde, al llegar a casa los eliminé: no quería dejar ninguna huella. Antes de salir del laboratorio di el último vistazo y tomé la caja con mariposas.
Al doctor Segura lo internaron al otro día. Dicen que cantaba y reía completamente desnudo por el Jardín Botánico. Lo aislaron primero en un centro para enfermos mentales. Años más tarde lo depositaron en un asilo. Una vez fui a verlo: no me reconoció. Los médicos dijeron que hablaba todo el tiempo de cierto experimento con insectos. Falleció poco después; nunca supe de qué.
Mi tesis estuvo terminada para finales de ese año, y no exagero si digo que fue un éxito. Aún hoy me acuerdo de las palabras del doctor Segura, era un hombre brillante. En ningún momento lamenté haber destruido todos esos documentos que fundamentaban su obra.
Solo queda revelar un detalle: aquel café que me dio el doctor Segura contenía Aptina. Lo supe con el tiempo. Y claro que tuve suerte. Mientras que Richmon encontró su destino fatal yo fui acumulando más años de los que cualquier ser humano debería. Al igual que estas siete mariposas, las que he cuidado durante los últimos dos siglos con la esperanza de verlas morir un día. Mariposas eternas que voy a liberar al finalizar mis líneas. Mariposas imposibles que al esfumarse dejarán atrás esta historia, una historia que permanecerá por siempre ligada a la dudosa veracidad de mis palabras.